Palabras de Eusebio Leal Splenger
En presentación del libro Con
el corazón abierto, de Isabel Rauber
Hace casi veinticinco
años que no estoy en un auditorio mayoritariamente cristiano donde pueda
expresar lo que hoy debo decir. Fue durante el receso de una de las sesiones de
la Asamblea Nacional, donde mi amigo Darío Machado me reiteró el deseo
manifestado por Isabel Rauber para decir estas palabras.
Creo se cumple hoy una
de aquellas grandes expectativas que en memorables discursos públicos contrajo
Martin Luther King con la posteridad “Sueño con un día”.
Y pienso que, en
pequeño, se reproduce y anticipa el sueño que está contenido en nuestra y en la
voluntad de ustedes, es decir la voluntad de todos. Un mundo en el cual la
palabra del ser humano, dignidad humana, entendimiento entre los hombres, ocupa
en centro exacto de nuestra disertación.
Hoy nos reúne,
precisamente, el celo. Y quisiera que estas palabras estuvieran revestidas de
las fuerzas de un testimonio verídico. Claro está, no puede ser la presentación
de este libro, la excusa para que aborde cuanto quisiera decir hoy, pero
leyendo el texto he encontrado que hay enormes afinidades con la historia
vivida por otros cristianos y por otros hombres sin religión.
Recuerdo que el Che,
al despedir el duelo de un compañero (2), hallo que el mismo accidente donde había
perecido aquel, había caído otro que era cristiano y un tercero que era de
religión hebrea. Explicó, en pocas palabras, cómo el azar había reunido en un
mismo destino a un judío, a un cristiano y a un compañero sin religión.
Religión es una palabra antigua, del término religio que quiere decir religar, reinbricar. La labor de una
búsqueda de una explicación existencial se interrumpía para los creyentes en el
distante y lejano paraíso, en el cual siempre el hombre ha creído y al que
siempre ha deseado regresar; ha soñado con un paraíso personal, con un paraíso
social, un paraíso localizado en alguna parte del universo. Hasta Cristóbal
Colon creyó, al contemplar la inmensa y extraordinaria desembocadura de uno de
los más grandes ríos de América del Sur, que había llegado a la frontera del
paraíso terrenal, que existía todavía como una realidad palpable en algún lugar
inencontrado de la tierra.
El libro de Isabel
Rauber se ha convertido en la tentativa, en la demostración y en la pasión con
la que un ser humano tienta el paraíso. No solo para sí, sino para otras muchas
personas.
La vida física es
efímera, pasa, inexorablemente, como han pasado de tantas y tantas generaciones
de hombres, como pasará en breve con la de cada uno de nosotros. Esa verdad
debería enseñar a todos los seres humanos que por encima de ella están los
valores inmortales del espíritu. ¿Qué sentido tiene aquella sin estos? ¿Qué es
entonces vivir? ¡Cómo podrán morir los que por comprenderlo así, la sacrifican
generosamente al bien y a la justicia! Dios es la idea suprema del bien y la
justicia, A Dios tienen que ir los que por una u otra causa caen sobre la
tierra de la patria.(3)
Análogo sentimiento
expresaba José Martí en la soledad inmensa de otra prisión en el corazón de la
Habana, un siglo atrás cuando clamaba:
El orgullo con que
agito
estas cadenas valdrá
más
que todas mis glorias
futuras
que el que sufre
por su patria y vive
para
Dios en este mundo o
en otros mundos
tendrá verdadera gloria
(4)
Creo que tendría que
haber una redención para aquellas cadenas temporales, y que el hombre solo
podría alcanzarla con la vista puesta en Ese en quien muchos ven el Altísimo,
el Excelso y el Distinto a todas las cosas imaginadas. El absolutamente otro.
Este libro es un
testimonio de fe dado en un lugar de la tierra; no es un testimonio ajeno a la
realidad. No es, por tanto, como el paraíso de Colón, ni tampoco es la búsqueda
de ese otro soñado por Milton y recordado en su maravilloso canto. Ella lo
sitúa en la isla de Cuba, en un momento crucial de su historia, donde como un
clamor de justicia truenan en el cielo y bajo la tierra las revoluciones. En
este tiempo-que pone a prueba las virtudes y saca a flor los defectos, porque
se revuelve la quietud del fondo y afloran todos los sentimientos, los
extraordinarios y los más primarios- surge el testimonio de esta mujer, que es
el objeto del libro.
Los recuerdos van
narrando una historia común, que ha sido desde los distintos ángulos que a cada
cual le toco vivirla; la historia de una y varias generaciones. Porque en
nuestro tiempo, que es el mejor, el que según las escrituras, los santos
desearon, porque es el de compartir nuestro pan, de dar al que nos pide la capa
y el manto, es el tiempo de avanzar dos pasos más allá. Este tiempo que es de
esperanza y de visiones para los hombres de fe- y aquí generalizo la afirmación
de fe-, no solo como un don divino, sino la fe proverbial en el hombre, para el
hombre, en la dignidad de las criaturas hechas, como tantos creen, a imagen y
semejanza. Época de fe en la virtud, en ella se desarrolla y florece esa
vocación. Época de entredichos, confusiones, que se convoca en nombre de la
justicia y de la redención, de infinitas calamidades humanas vividas, palpables
y dolorosas como en casi ninguna otra. En esta Hispanoamérica nuestra, donde
por la complejidad de la formación de nuestra identidad, por los factores heterogéneos
que la integraron, donde subyace el sufrir de los pueblos antiguos-perdida en
el pasado la memoria de sus propios cultos y creencias-, al que se une el dolor
enorme de aquellos otros hombres y mujeres, arrebatados desde distintas
latitudes del África, que anduvieron a tientas sin poderse explicar,
cabalmente, en el medio de las tinieblas de la esclavitud. ¿Dónde se halla su
propia esperanza individual y comunitaria? ¿Dónde las divinidades protectoras?
En este contexto
floreció la predicación cristiana contentiva, esencialmente, de un deseo de
liberación, cautiva de circunstancias dramáticamente adversas, aunque su
objetivo pareciera apuntar solo a la vida venidera, extratemporal, por ende,
distante e idealizada, génesis de la Teología de la Liberación que se acuñó en
las Antillas en los días terribles de la conquista. Meditar en torno a la
religiosidad como un aspecto de la gratitud de los cubanos ante su propia
historia, a partir de los instantes en que comenzó a definirse como tal, allá
en los lejanos orígenes.
El papel del
evangelio, comprometido en medio de un suceso histórico, cuya discusión y
establecimiento está muy lejos de acabar todavía. El compromiso de la cruz con
la espada en los años donde se vertebró la América hispano-lusitana y que conllevaría
un movimiento de protesta encabezado por aquellos teólogos formados en la
certeza de ciertas verdades que no pudieron explicarse de forma alguna: como
hechos tan inconcebibles, luctuosos, denigrantes para la condición humana,
habían podido ampararse bajo las prédicas en la fe redentora. De ahí el grito
de Montesinos la apasionada Predicación de las Casas, las instituciones cultas
de Zumárraga, la obra casi utópica de Tata Vasco de Quiroga en aquellas
primeras horas, que tendieron a desacralizar la conquista como suceso devenido
en expresión de la voluntad de Dios.
En medio de esos
albores, el mundo presencio un suceso de extraordinaria significación: la
ruptura, esta vez de gran magnitud, dentro de la unidad de la cristiandad. El
escándalo, la corrupción, la inconsecuencia, casi siempre ligado al culto de
los bienes terrenales, trajo como derivación-además de otros conflictos
políticos, de otras debilidades y compromisos- uno de los sucesos más grande de
la historia de la cultura: la Reforma. Ella llevó al primer plano una nueva
interpretación de la historia y provocó una reacción tan violenta en los que se
sintieron agraviados por ella que, a partir de entonces y hasta hoy, la
historia ha sido otra.
En tales hechos nos
vemos involucrados nosotros, los cubanos como isla, sobre todo por el hecho que
la revolución, se levantó en medio de expectativas de justicia, continuadora
legítima, sin lugar a dudas, de un proceso histórico más que centenario,
acunado en lo que se llamó entonces el liberalismo. La patria cubana nació al
amparo y al siglo de las logias librepensadoras y anticlericales, porque debió
hacerse un juramento de creencia en un Dios que era, para los hombres que
fundaron la nación, arquitecto de un mundo que no era justo. Y, por tanto, la
ruptura de aquellas cadenas de aquellas sujeciones, el abrazo a la causa
revolucionaria, bajo el sacerdocio cristiano, católico o reformado, y a todos
aquellos que eran creyentes, un ineludible compromiso de militancia, de batalla
o de condena al movimiento nacional liberador.
La historia de nuestra
república, república que nació abortada por un suceso no inesperado, pero sí
profundamente temido, sobre todo por el Apóstol de aquel propósito político,
que fue José Martí. Ese de quien el poeta (5) dijo, con razón, que es el misterio
que nos acompaña, un misterio que hace que, para los creyentes y no creyentes,
la palabra de Cuba, la palabra patria, la palabra justicia, la palabra
revolución, tengan, inevitablemente, un compromiso místico que llega al extremo
de que el pueblo sencillo, allá en la base, cuando recostado a las paredes de
tantas urgencias y de tantas miserias, de tantas, de tantas necesidades a que
nos obliga la obra contumaz de un adversario incansable, repita como última
palabra extrema: el que tenga fe se salvará. Y esa fe profunda nos convoca hoy.
De aquellos que creen que más allá de éste mundo habrá otro, mucho más
infinitamente justo y grande, y de los que creen -sin demostrar de aquel-, que
es indispensable para alcanzarlo que en éste se haga perentoriamente justicia
extrema, de esa coincidencia nace el acto de hoy. Y nace el apasionante
testimonio vivido por esta mujer, que ella ha señalado en su virtud esencial:
la modestia. No aquella que niega mendazmente la obra personal, la grandeza y dignidad
de esta obra, y el papel del hombre en la historia, sino la que renuncia
voluntariamente a toda alabanza. La que cree que en el hacer el bien y
prodigarlo está la verdadera esperanza, la verdadera comprensión; que cree-como
ella lo hace- en la noble y evangélica palabra: lo que hagan con el prójimo lo
hacen conmigo mismo. (6)
Este es el contenido
del libro. Ella es una triunfadora, como lo somos todos los que estamos aquí
esta noche. Hemos sobrevivido al hombre, al enfrentamiento a las coyunturas
increíbles de nuestro tiempo, y hemos triunfado con un testimonio ardoroso de
verdad.
Narra, desde el ángulo
de su iglesia, desde el grupo de personas donde vive y crece, nacen sus hijos y
se funda su propia familia, la aventura de las primeras iglesias a la cual
acude el infortunio y la desventura de los años más álgidos de los
enfrentamientos entre los extremos ideológicos y cuando no se deslinda la
diferencia entre fe e ideología, cuando apenas es perceptible esa diferencia,
cuando las lealtades se ponen en duda por el hecho de que la persona tuviera
una creencia o un signo de fe.
Sin embargo, con esa
mansedumbre propuesta en el párrafo evangélico que habla de la paloma y la
serpiente que van a cohabitar a partir de la pasividad de una y la astucia de
la otra, haga aparecer la palabra idónea, la que se ha de decir, la que pueda
ser comprendida, la que no sea lanzar margaritas al estercolero; esta mujer,
estos hombres, mujeres y jóvenes, todos aquí reunidos, hemos sobrevivido. Somos
los hijos de una palabra de redención pronunciada bajo el cielo y las estrellas
de Cuba. Hemos sobrevivido sobre la base de la idea de salvarnos con nuestra
patria o perecer con ella. Y eso es, verdaderamente, el signo de pasión, el
signo de amor, el signo de consagración que esta obra lleva impresa.
Cuando se habla de los
días angustiosos de la UMAP, cuando estaba el temor de que se llevaran al hijo
del pastor, al cantor de la trova, o al joven que contaba historias y que de
pronto se reunirán allí, no con lo más virtuoso de la sociedad, sino con
aquellos que -como bien dice la autora- podrían ser la crápula de la sociedad o
lo peor de ella. Pero he aquí que el Señor no quiso que nos reuniéramos con los
elegidos, sino con los pobres. Nos quiso juntos a los leprosos y menesterosos,
no con los que tenían ya justicia. Y por tanto, ese testimonio salvador de fe,
esa palabra de consuelo dada y esa esperanza de que aquellos momentos
coyunturales pasarían, hace posible la reunión de esta noche.
Este libro, por tanto,
es un profundo testimonio de una fe vivida en Cuba y para Cuba.
No se cumplió el
aquello que adonde nos persiguieran en una tierra, irnos a otra. (7) Porque hoy podemos llegar a la
conclusión de que esa persecución en realidad fue un momento extremo, un
momento difícil, que nació de la infinita confusión, del temor de unos a perder
la patria conquistada, y de otros, de pensar de que la que se conquistaba
estaba privada de Dios. Y lo que ha de afirmarse hoy es que no se mueve un
pájaro en el mercado, aún por la candidez e inocencia de las avecillas
expuestas en la jaula, sin que Dios lo vea.
Lezama, refería con
razón, y me gusta recordar cuando lo repetía, aquello que encontró una noche
escrito en el Castillo del Príncipe colocado sobre el dintel de la puerta –
como Dante había escrito en tremendas palabras a las puertas del infierno -, en
este pequeño y local infierno que era el Castillo, tan próximo al literato en
la historia de su vida decía, “Era una noche negra y sobre un mármol negro una
hormiga negra caminaba. ¡Y Dios la veía!”
Aquí estamos esta
noche, por tanto, los que estamos bajo la augusta mirada. No se diferencia
creyentes de no creyentes, hombres de partido de hombres de religión. Esta es
raigalmente la obra de Cuba. En última instancia, la obra de la revolución ha
sido, contra el testimonio –y doy fe de ello– una obra de infinito amor. Esa
obra de infinito amor es la que nos congrega.
Este no es un acto
político, pero lo es, porque no hay un solo acto humano que no lo sea. Y en
este tiempo que vivimos sería un pecado tremendo excluir nuestro acto de ese
compromiso.
Felicito muchísimo a
la autora, a quien se una monja negra, junto con Marta Harnecker recorriendo el
mundo y tomando estos testimonios, en los cuales trata de hacer justicia con
una parte sufrida y dolorosa de nuestra humanidad: la mujer, la indígena; en
este caso: el creyente que en distintas partes del continente puede sufrir – y
aún en nuestras tierras, para probar que ella es parte de la humanidad-
incomprensión, dolor, falta de visión en la relación con su compromiso con el
mundo y con su fe.
Creo -repito para
concluir- que el libro será leído con avidez por lectores en América Latina que
quieren saber que es de los cristianos cubanos, y que es de los creyentes en
Cuba. Será leído por aquellos que estudian este periodo, identificados por
hechos como los que ahí se cuentan y que le da sello de autenticidad a una
revolución verdadera.
Se nos decía cuando éramos pequeños: justicia
primero, caridad siempre. Es verdad había que tener siempre un sentimiento, no
de la calidad que corresponda con la limosna de la mendicidad, sino esa que
abraza ardorosa la llaga, esa que busca dónde está y es más grande, y más largo
el camino del sacrificio. Esa que cree, contra toda esperanza, que el hombre es
esencialmente bueno, y que ha de venir un día de redención para cada uno y para
todos los seres humanos.
Reitero la
felicitación a la autora y no voy a repetir, línea por línea, lo que dice el
libro, no porque ella tenga duda de que yo lo haya leído, porque más bien lo he
intuido. En el fondo, creo que en el libro subyace ese tremendo y poderoso
mensaje. Clarita y Raúl son un ejemplo para la comunidad cristiana, y en
particular para la comunidad cubana. Los proponemos como símbolos de una
lealtad, de un compromiso que todos quisiéramos tener en cada uno de los
infinitos desdoblamientos que tiene nuestra condición de ciudadanos y de
personas que vivimos en este mundo: del ama de casa que saldrá dentro de un
rato a sus trajines, la señora que va a la reunión, el soldado que cumplirá con
su guardia, el dirigente político que volará a su deber, el sacerdote que irá a
su altar, el maestro que asistirá a su escuela. En definitiva, somos todos y
somos muchos. Por tanto, creo que este libro es un poderoso testimonio y un
llamamiento ardoroso a la esperanza, a la alegría, a la perseverancia, al
triunfo de la virtud.
Esta obra es el
triunfo de la virtud, es el triunfo de la esperanza.
Este libro es como
aquella paloma que Noé vio –cuando concluido los días aciagos del diluvio-
sobrevolar sobre el arca donde viajaban, simbólicamente, todas las especies de
la tierra, que lleva sobre su pico una rama de olivo. (8)
Muchas gracias.
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