Indo-afro-latinomérica tiene rostro de pueblos
en luchas y resistencias, parapetados en barricadas y en rutas cortando el paso
al saqueo, a la exclusión y a la muerte, defendiendo la vida en todas sus
dimensiones. Así ha sido por siglos y así es en el presente. Pero no siempre en
las mismas condiciones, ni situaciones, ni con las mismas tareas o desafíos.
El siglo XX puede definirse como el siglo
dictatorial marcado por represiones y muertes de militantes del campo popular.
Las organizaciones sociales se desarrollaron entonces en gran cercanía con las
organizaciones políticas revolucionarias, y no pocas veces, nacieron bajo su
inspiración o labor de base. Lo conspirativo-defensivo marcó el estilo de hacer
política, la organización de sus actores y las interrelaciones entre ellos.
Pero el tiempo de dictaduras saltó por los aires con las luchas de los pueblos
que hicieron posible las aperturas democráticas. La caída del sistema
socialista, abrió un período de confusión y desasosiego en las filas de gran
parte de la izquierda político partidaria que fue aprovechado por el
neoliberalismo triunfalista para impulsar sus feroces y regresivas políticas de
saqueo prometiendo el advenimiento de un dulce y prospero futuro luego de la
“necesaria” etapa inicial de “dolor y dureza”.
Sin esperar por los partidos de izquierda y
sus directivas, los sectores populares, además de los siempre presentes movimientos
indígenas, se levantaron prontamente para denunciar y resistir a tales
políticas; en algunos territorios nacieron, crecieron y se consolidaron amplios
y poderosos movimientos en campos y ciudades. En sus luchas construyeron
articulaciones, experimentando la potencialidad de un actor colectivo capaz de
constituirse en sujeto político de los cambios.
En las resistencias de las poblaciones de los
barrios periféricos de las grandes ciudades (Santo Domingo 1984), en el
levantamiento de Chipas (México, 1994), el Caracazo (Venezuela, 1989), la
“guerra del agua” y las “guerras del gas” (Bolivia, 2000 y 2003), los levantamientos
indígenas de (Ecuador, 2000), la constante recuperación de tierras por el MST
(Brasil), el surgimiento de la central de Trabajadores Argentinos y los
posteriores levantamientos piqueteros (Argentina 1991-2002), entre muchos otros
ejemplos, germinaron nuevos sujetos socio-políticos y también una nueva
dimensión de la política enraizada en lo social y sus luchas, con capacidad para
cuestionar el poder establecido y disputarle la hegemonía política y cultural.
Lo
reivindicativo revela su contenido político
Como nunca antes, las luchas reivindicativas
mostraron en este período su rostro raizalmente político, es decir,
cuestionador del sistema político, económico y social desde abajo. Pero en las
filas de la izquierda partidaria faltó capacidad y sensibilidad para captar
esta cualidad política revolucionaria presente en las luchas sociales; no era su práctica. Ello les impidió sumarse desde el
inicio a la gesta de los movimientos, descubrir y poner de manifiesto los nexos
comunes entre las distintas problemáticas y luchas sectoriales en aras de
promover la articulación (convergencia) de las problemáticas sectoriales y de
sus actores.
La convergencia supone, a la vez, la
construcción de una subjetividad colectiva común, que es la que –en determinado
momento‑, posibilita superar lo sectorial-corporativo y obrar colectivamente
por objetivos sociales. Así ocurrió, por ejemplo, en Bolivia, con la formación
del MAS, concebido por un conjunto de movimientos indígenas y sociales como su
instrumento político para viabilizar las propuestas sociales, convertidas en
agenda colectiva en las articulaciones y convergencias construidas por los
diversos actores sectoriales en interacción permanente en jornadas de
resistencias y luchas y en la elaboración de propuestas superadoras del estado
de cosas.
Desde abajo, es decir, desde la raíz de los
problemas reivindicativo-sectoriales, intersectoriales o sociales, con el protagonismo
de los propios actores sociales emergía con fuerza una acción política nueva,
no dicotomizada de lo social sino integradora, con clara vocación re-totalizadora
de la sociedad fragmentada.
Un
nuevo tiempo político: marcado por la emergencia de gobiernos populares y
revolucionarios
Así fue como en diversos territorios de este
continente los pueblos en lucha y sus movimientos abrieron posibilidades
políticas para disputar y ganar gobiernos participando en elecciones,
inaugurando con ello un nuevo tiempo político: el de la emergencia de gobiernos
populares y revolucionarios, con las nuevas responsabilidades y tareas que ello
implicaba e implica para movimientos, partidos y ciudadanía.
En su corta trayectoria, las experiencias en
curso evidencian que el acceso al gobierno nacional puede dotar a los pueblos
de una herramienta política clave para desarrollar/estimular procesos de
empoderamiento colectivo capaces de impulsar el proceso socio-transformador.
Pero también pone de manifiesto la posibilidad de quedar atrapados por la lógica
superestructural y técnica.
Un gobierno
revolucionario no puede limitarse a hacer una “buena administración”. Participar de las elecciones para acceder a espacios/fracciones del
poder existente, limitándose luego a ejercerlo “correctamente”, ocupando los espacios parlamentarios o
gubernamentales correspondientes ‑nacionales o locales‑, sin hacer de estas
instancias institucionales herramientas puestas en función del cambio social y
del poder, reduce –hasta anular‑ la perspectiva transformadora.
Es central tener presente que esta opción no
constituye el camino electoral para
la “toma del poder”, es parte de una nueva concepción (y prácticas) de transformación
social. De ahí la importancia que en estos procesos tiene la participación
popular desde abajo, dentro y fuera de las instancias gubernamentales y
estatales. Puede afirmarse que las revoluciones democráticas culturales en
marcha son proporcionalmente idénticas a la participación protagónica de sus
pueblos en ellas.
No se avanza con una sumatoria de medidas
superestructurales por muy justas y razonables que estas sean. Hay que
construir protagonismo popular como base política (auto)constituyente del
sujeto político colectivo y esto solo puede lograrse forjándolo a cada paso y
en cada paso. El aprendizaje ‑como la enseñanza‑ comienza en las prácticas
cotidianas. Educar en lo nuevo comienza por desarrollar nuevas prácticas, dando
el ejemplo; clave pedagógica vital de
las revoluciones desde abajo.
Impulsar revoluciones desde los gobiernos pasa
por hacer de estos una herramienta política revolucionaria: desarrollar la
conciencia política, abrir la gestión a la participación de los movimientos
sociales y sindicales, de los movimientos indígenas, de los sectores populares,
construyendo mecanismos colectivos y estableciendo roles y responsabilidades
diferenciados, para cogobernar el país.
La fortaleza de los gobiernos populares radica en su profunda y creciente
articulación con los pueblos, con los actores sociales, construyendo de
conjunto mecanismos que acorten las distancias entre representación política y
protagonismo social. Esta es la verdad que cristaliza en las calles, marcando
la presencia de la conciencia sociopolítica popular hoy: no basta con acuerdos
superestructurales para gobernar (Brasil), no basta con que las decisiones sean
correctas (Bolivia), no hay que someterse a los designios del mercado (Chile),
no se aceptará la mentira como verdad (México)… Los movimientos sociales y
particularmente los jóvenes del continente, ponen sobre el tapete la impronta
política de este tiempo: la participación.
Se trata de avanzar hacia nuevas
institucionalidades, modos y vías de ejercerlas; abrir las puertas del gobierno
y el Estado a la participación de las mayorías en la toma de decisiones, en la
ejecución de las mismas, y en el control de los resultados, en la medida que la
construcción política y la transformación de las bases jurídicas de las
instituciones estatales y gubernamentales lo posibilite. De ahí el papel
central de las asambleas constituyentes en estos procesos.
Resulta central la realización de asambleas constituyentes. De ellas emana
el sustrato jurídico, político y social para abrir paso a una nueva
institucionalidad, engendrada embrionariamente en los procesos de luchas
sociales, abanderados por la resistencia, el empuje y los reclamos históricos
de los pueblos de este continente (con sus organizaciones sociales y
políticas), en primer lugar de los pueblos indígenas originarios y sus
comunidades.
Obviamente, las asambleas constituyentes no
son el motor del cambio. Los pueblos
han de prepararse para plasmar en ellas sus puntos de vista, proponiendo y
defendiendo contenidos acorde con sus intereses y su proyección estratégica.
Pero en esto, como en todo, es importante tener presente que el cambio de
sociedad es procesal: Habrá que hacer tantas asambleas constituyentes como lo
vaya reclamando y posibilitando la profundización y radicalización de cada
proceso, marcado ‑en primer lugar‑ por las condiciones específicas y por la
maduración política del actor colectivo.
En las movilizaciones sociales germina una política joven
anclada en la participación
Sumándose a las experiencias de las grandes
jornadas de luchas populares contra el neoliberalismo, las masivas
movilizaciones recientemente ocurridas en México, en Bolivia, en Brasil, en
Chile, en Colombia, han puesto una vez más en el quehacer político la impronta
de la participación sociopolítica de los movimientos indígenas y sociales, del
pueblo trabajador y de las juventudes en particular. Ellas anuncian claramente
la irrupción de una política joven,
que no puede equipararse con algunos intentos de maquillar la vieja política y
sus estructuras partidarias “con presencia de jóvenes”, aunque estos son sin
dudas un pilar esencial del nuevo sujeto colectivo.
Hay avances significativos en esta dirección, sobre
todo en los procesos de Venezuela (Consejos Comunales, Gobierno de Calle), y en
Bolivia (revitalización de las asambleas de base como dinamizadoras de las
transformaciones sociales, rectificación de medidas –aunque justas‑ no
comprendidas por una parte de la población; la construcción desde las
comunidades del estado plurinacional intercultural). En el caso de Brasil, las movilizaciones
recientes, las multitudes de jóvenes en las calles pusieron al desnudo las
debilidades del sistema político partidario que asumió el PT, mezclando viejos
dogmas de la izquierda con las exigencias del establishment y sus tentadoras alianzas y acuerdos por arriba en
aras de sostener la “gobernabilidad”. Rechazando esto, cuando todo parecía brillar y
marchar sobre ruedas, la juventud salió a increpar a “la razón política”
imperante haciéndose oír en las calles. Desde allí, la ciudadanía movilizada
recupera socialmente –de hecho‑ la política, anquilosada en aparatos
partidario-estatales-gubernamentales. Con su accionar rebasa
a los partidos políticos tradicionales de derecha, de centro, y también de la izquierda; los
manifestantes expresan claramente: ¡queremos participar! Revitalizan así el
corazón revolucionador de todo proceso de cambio social
popular: la participación de los de abajo en las decisiones
gubernamentales‑estatales y en la ejecución y control de las políticas públicas.
Quitarse las
anteojeras
A pesar de la contundencia de su realidad y
mensaje, el peso de la vieja cultura que asecha la mentalidad y las prácticas
de la izquierda partidaria, se hace presente a la hora de interpretar los
acontecimientos. Son muchos los partidos de izquierda persisten defensivamente en su
ceguera escudados en viejos tabúes de desconfianza porque, según dicen, “nadie
los controla”, “no hay organización ni dirección”. No toman nota que esto es,
exactamente, lo que está mostrando (y reclamando) la juventud en las calles:
Abrir las compuertas de la política y de las organizaciones políticas,
transformándolas, abriéndolas a la participación de los diversos sujetos, es el
anhelo que late en el corazón de los reclamos.
No es un detalle insignificante que esta historia pueda escribirse apenas mencionando a los partidos de izquierda entre los protagonistas. Y ello tiene que ver tanto con las conductas políticas del pasado reciente como con las del presente, agravadas en este caso, si estas izquierdas gobiernan o son parte de gobiernos, puesto que –sin dar cuenta de los cambios- trasladan a estas instancias sus antiguas anteojeras político-culturales: respecto de la acción política (por arriba), y respecto de la organización y conducción políticas, sosteniendo criterios vanguardistas que (auto)otorgan a las élites políticas la capacidad de “saber” lo que hay que hacer, y dejan a las mayorías “alienadas” o sectorializadas y sus movimientos las luchas reivindicativas inmediatas. Es el mismo esquema piramidal, jerárquico y subordinante que la izquierda partidaria sostuvo en el siglo XX, sustentado en el presente como si nada hubiese ocurrido ni cambiado.
Por mucho que los representantes de tales
partidos evoquen a Lenin ‑creador del partido revolucionario “de nuevo tipo”,
pensado por él en virtud del sujeto, las condiciones y las tareas de su época‑,
está claro que Lenin se espantaría al ver que, en más de un siglo, a pesar de
los grandes cambios ocurridos en el sistema-mundo ahora bajo el dominio global
del capital, las “vanguardias” de izquierda no modificaron los criterios
básicos de su organización político-partidaria para que esta sea convergente
con los sujetos, las tareas de este tiempo y las condiciones
(objetivo-subjetivas) de transformación revolucionaria de las sociedades en el
presente. Resulta casi una obviedad decir esto, pero es parte de la realidad. Y
ciertamente, constatar este anquilosamiento es más impactante aun en este
continente, donde las luchas sociales y el quehacer político protagonizado por
diversos movimientos sociales, indígenas, sindicales, urbanos y rurales,
marcaron el rumbo y el camino de lo nuevo y –con ello‑, crearon también las condiciones
para que la izquierda partidaria (tradicionalista) modificara sus conductas y
posicionamientos políticos. Es parte de sus actuales retos.
Superar
la falsa dicotomía: “partidos o movimientos”
Las anteojeras político-culturales de esta
izquierda influyen en las lecturas que hacen de la realidad social, sus dinámicas
y actores, convirtiéndolos en obstáculos para lo que ‑según sus prejucios‑ se
“debe hacer”. Revitalizando la falsa y vieja dicotomía entre lo
social-reivindicativo-sectorial y lo político, interpretaron que la irrupción
protagónica de los movimientos sociales en Indo-afro-latinoamérica en defensa
de la vida, era una “amenaza” para su condición de “vanguardia”. Ciertamente la
ponía en jaque, pero no por “imponerse”, sino porque reclamaba –de hecho‑ abrir
las compuertas de la política al conjunto de actores sociopolíticos. Sin
embargo, lejos de ello, la nueva realidad abrió cauces a una nueva fractura:
entre los partidos de izquierda y los movimientos indígenas y sociales, fractura
que se expresa en sus articulaciones locales, nacionales y continentales, y que
ha dado lugar a la formación y permanencia, por un lado, del Foro de San Pablo
(sin movimientos) y, por otro, del Foro Social Mundial (sin partidos).
Construir
un foro continental de articulación socio-polítia
En este sentido, el desafío es –además de
mantener los espacios específicos constituidos‑, construir espacios de articulación, coordinación
y conducción política conjunta entre los actores sociales y políticos, dando
pasos concretos que impulsen los procesos de conformación‑constitución del
sujeto sociopolítico colectivo, en cada país y también en el ámbito
continental. Y esto poco y nada tiene que ver con la actual
propuesta-invitación del Foro de Sao Paulo a los movimientos sociales para que
se agrupen y constituyan “un capitulo” en el seno del Foro.
Tanto para partidos de izquierda como para
movimientos sociales es tiempo de superar fragmentaciones y rivalidades
estériles. No se trata de quién es “mejor”. Las críticas a los partidos de
izquierda no persiguen su desaparición, ni su sustitución por los movimientos;
no se trata de una actitud “contra los partidos”, aunque posiblemente algunos
sectores así lo entiendan. Lo importante en este aspecto es tomar conciencia de
que las rémoras emergen de las prácticas cotidianas de cada sector (político y
social) y que, por tanto, es desde ahí que empieza a construirse el cambio: en
las dinámicas e interrelaciones cotidianas entre partidos de izquierda y
movimientos indígenas y sociales, construyendo conjuntamente, en cada lugar,
las convergencias: mesas de trabajo colectivo, interconsultas, propuestas
intersectoriales, coordinaciones, etc. No hay forma de aprender a articular y
coordinar como no sea articulando y coordinando. Vale decir que este es también
el camino de la cimentación de confianzas mutuas, aspecto que –en el quehacer
político actual‑, ocupa un lugar central.
El desafío político de la articulación va más
allá de una asignación de roles y delimitación de espacios entre partido y
movimientos. Articular a los diversos sectores y actores sociopolíticos,
implica también articular sus problemáticas aparentemente inconexas entre sí,
sus identidades y subjetividades, sus modos y caminos diversos de participación
política, que nace en el quehacer de las comunidades campesinas y se extiende
hasta las redes sociales virtuales. No es una suma, es una multiplicación. Y
ello solo puede lograrse a partir de la participación plena de todos y cada uno
de los actores sociales y políticos.
Articular alude a reunión, pero en lo que hace
a la construcción de un sujeto político colectivo, esa reunión supone construir
las convergencias en aspectos claves articuladores, que conjugados ponen al
descubierto el origen social sistémico de los problemas de unos y otros, y
buscan caminos conjuntos para encaminarse a su superación, solución etc., impulsando
procesos de cambio social. Pero esto no cabe en una concepción que sostiene
criterios y prácticas de relación vertical y jerárquica, en la que los partidos
confunden capacidad de dirección política, con que sean ellos los que deciden,
los que dicen qué y cómo.
Por eso para la izquierda partidaria el
mensaje de las movilizaciones sociales y la presencia multitudinaria de jóvenes
en las calles, es claro: urge quitarse las viejas anteojeras acerca de la
política y sus actores protagonistas, acerca de los modos y ámbitos de de
interrelación, de creación de conocimientos, propuestas y programas políticos.
Un
nuevo tipo de conducción política es necesaria
Es vital dar cuerpo a modalidades de interrelación horizontal entre partidos
y movimientos; estas apuntan a transformar precisamente el viejo esquema
jerárquico piramidal. Lo horizontal no alude a una forma organizativa ni la
propone; es un principio de igualdad de capacidades entre actores-sujetos, en
aras de construir una interrelación dialogal entre pares. Este principio ha
sido hasta ahora subestimado y desestimado por
los partidos de izquierda, quienes redujeron el planteamiento de horizontalidad
a una cuestión morfológica y, sobre esa base, la desecharon por considerarla:
basista, espontaneísta, anarquista, etc., todo, menos pensar en modificar los
arcaicos esquemas partidarios para ponerlos a tono con la realidad de los
sujetos político-sociales, con sus modalidades de existencia y organización, y
con las tareas político-sociales-culturales que reclama la transformación
raizal (desde abajo) de la sociedad capitalista en el presente.
La interrelación plural horizontal no es el
problema, sino la fragmentación, la sectorialización de las luchas y sus
actores, y la transición defensiva de éstos hacia grupos
reivindicativos-corporativos.
Superar
la fragmentación social, política, cultural y de conciencia: construir la
subjetividad política colectiva común
Las instancias organizativas articuladoras son
importantes, pero trascender la fragmentación (social, política, cultural y de
conciencia) implica la simultanea y permanente construcción de una subjetividad
colectiva que se proyecta políticamente en las propuestas comunes en función de
cambios sociales. Si no se construye simultáneamente con las articulaciones
coyunturales, una subjetividad política colectiva para el cambio social que
sitúe e identifique a todos en un mismo afán político-social, la fragmentación,
las miradas sectoriales y las apetencias corporativas no se superarán.
Construir
el sujeto colectivo del cambio
Los procesos de cambio abiertos en
Indo-afro-latinoamérica reclaman articulaciones sociopolíticas de nuevo tipo:
horizontales, plurales, interculturales, dinámicas, como camino de
(auto)constitución de los actores-sujetos en sujeto colectivo. Vale tener
presente también la emergencia o maduración de nuevos actores sociopolíticos y
sus demandas, aspiraciones y propuestas. Por ello reconstruir permanentemente
la subjetividad colectiva común y las articulaciones es una constante en las
tareas democratizadoras revolucionarias.
Todas ellas apuntalan un objetivo central: la
construcción (permanente) de la fuerza social y política de liberación, sujeto
político colectivo de los cambios en procesos de revolución
democrático-cultural hacia un nuevo modelo civilizatorio. Esto significa, en
apretada síntesis, articular una fuerza político-social de liberación que
abarque lo parlamentario-institucional, pero sin
limitarse a ello.
La conducción política del proceso
revolucionario reclama la articulación unificada, colectiva y común de ámbitos para
los quehaceres parlamentarios y extraparlamentarios: es la fuerza sociopolítica
colectiva articulada la que se desdobla y crea su fuerza político electoral,
que es parte del conjunto de fuerzas sociopolíticas del cambio raizal del mundo
y constructora de la nueva civilización, o sea, en este sentido, la fuerza
social, política y cultural de liberación♦
1 comentario:
Como siempre considerando desde abajo el poder de cambio y particularmente ampliando derechos en esta última década. Importante seguir profundizando los cambios para lograr más inclusión, solo con proyectos Nacionales y populares podremos avanzar. ¡Nunca Menos!
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