Tal la disyuntiva que apremia articular una conducción político-social
continental: Soporte para una integración latinoamericana anclada en procesos populares
de participación
“Unirnos o Hundirnos”, tal la nítida y contundente sentencia
y convocatoria expuesta por el presidente Evo Morales Ayma al clausurar la
Cumbre Internacional por la Defensa de los Derechos Humanos y la Soberanía de Nuestros
Pueblos, el 3 de agosto último, en Cochabamaba.
Esta sentencia pone al descubierto un vacío político, patentizado
en la ausencia de convergencia político-programática de movimientos y partidos,
vacío que cada vez se hace más imperioso superar en los ámbitos locales y
regionales y continental a partir de la articulación de movimientos sociales y
partidos políticos de izquierda y progresistas, en aras de construir una
conducción político-social colectiva (unificada y plural) en el continente.
Esto supone la puesta en común –al menos‑ de lo que se entiende por: sujetos,
conducción, articulación, horizontalidad, interculturalidad y descolonización.[1]
En
el caso del PT de Brasil, por ejemplo, con los acuerdos de cúpulas el gobierno
petista mantuvo la “gobernabilidad” y también impulsó y obtuvo logros
significativos en lo social, sobre todo en sus primeros años de gobierno. Pero si
esto se toma como horizonte político y social de la gestión, queda –como quedó‑
subsumido por el sistema en el corto plazo. La pulseada con el poder es de
largo aliento y no puede quedarse entrampada en las apetencias partidarias-sectoriales
propias de una coyuntura. Allí no se abrieron las puertas a la participación
popular como motor de los cambios, no se dieron pasos concretos para transformar
de raíz las instituciones estatales y su funcionamiento, abriéndolas a la
participación ciudadana, no se hizo del gobierno una herramienta política para
apuntalar y fortalecer la construcción de un sujeto socio-político colectivo.
Por el contrario, se mantuvo el viejo esquema piramidal, jerárquico
subordinante entre el partido y los movimientos sociales, ampliando brechas en
vez de acortarlas. Ello es parte de las razones del estallido reciente de
movilizaciones multitudinarias en las grandes ciudades brasileras.
Allí ‑como
ocurre también en diversas latitudes del continente‑, la ciudadanía movilizada
recupera socialmente –de hecho‑ la política, anquilosada en aparatos
partidario-estatales-gubernamentales. Con su accionar rebasa a los partidos políticos tradicionales de
derecha, de centro, y también de la izquierda; los manifestantes expresan
claramente: ¡queremos participar! Revitalizan así el corazón revolucionador de
todo proceso de cambio social popular: la
participación de los de abajo en las decisiones gubernamentales‑estatales y en
la ejecución y control de las políticas públicas.
Una política
joven
Con la instalación del conflicto social, la juventud
movilizada reabre un tiempo político que parecía “superado” y ausente de la realidad brasileña. Estaba latente en
los movimientos sociales, pero desarticulados en su analítica y orgánica no lograron
estructurar un quehacer político común. De cierta manera, muchos de estos
actores también relegaron –de hecho‑ el quehacer político a los partidos de izquierda,
imaginando algo así como una “asignación de roles” diferenciados y distribuidos
entre movimientos y partidos, que cada uno debía respetar en aras de llevar una
“convivencia armónica”.
Pero las prácticas de lucha y construcción de l@s sujeto@s
afirman –en diversas latitudes‑, que este es el tiempo del protagonismo
político de la juventud, de las mujeres, de los indígenas, de l@s
afrodescendientes, de los movimientos sociales del campo y la ciudad. La
ampliación y renovación de la política y lo político está en ellos, en sus
resistencias, protestas y propuestas. Los partidos de izquierda ya deberían
haber tomado nota de ello y cambiar.
Superar la defensiva…
El desafío en relación con el sujeto político, en tanto
conducción política y social de los procesos revolucionarios, no pasa por
resolver el (falso) dilema: “movimientos o partidos”, inclinando la balanza a
favor de unos u otros; la tarea implica abocarse a la articulación (horizontal)
de todos los actores sociales y políticos del campo popular, construyendo la
convergencia estratégica común, emprendiendo –si es menester‑, las
transformaciones en los formatos organizativos que reclamen las organizaciones
(sociales o partidarias) en aras de avanzar hacia objetivos colectivos y dejar
atrás su condición (y proyección) sectorial defensiva.
Y esta amenaza no acecha solamente a los movimientos
sociales; es el juego permanente del poder y actúa con fuerza –tal vez con
mayor fuerza‑, sobre el accionar de los partidos de izquierda recortando sus
proyecciones políticas y sociales de transformación confinándolos a cíclicas
prácticas defensivas. Vale recordar que, como señala István Mészáros, "Con
la constitución de los partidos políticos obreros —bajo la forma de la división
del movimiento en un "brazo industrial" (los sindicatos) y un
"brazo político" (los partidos socialdemócratas y vanguardistas)—, la
defensiva del movimiento se arraigó todavía más, pues los dos tipos de partido
se apropiaron del derecho exclusivo de toma de decisión, que ya se anunciaba en
la sectorialidad centralizada de los propios movimientos sindicales. Esa
defensiva se agravó todavía más por el modo de operación adoptado por los
partidos políticos, cuyos éxitos relativos implicaron el desvío del movimiento
sindical de sus objetivos originales. Pues en la estructura parlamentaria
capitalista, a cambio de la aceptación de la legitimidad de los partidos
obreros por el capital, se hizo absolutamente ilegal usar el brazo industrial
para fines políticos." [Mészáros, 2001: 66] Aislando la política de la
economía y los sujetos sociales, aseguraban el metabolismo del sistema en sus
términos de explotación y ganancias.
Construir la ofensiva política de los pueblos
Luchar es
siempre importante, pero para quienes buscan encaminar procesos de cambios revolucionarios
es imprescindible construir propuestas y agendas para gobernar las coyunturas,
para que sean las luchas sociales desarrolladas a partir de ellas las que
marquen el rumbo y el ritmo de los acontecimientos y definan a su favor los
conflictos entre los sectores del poder y no al revés. Es decir, para que las
luchas populares no sean arrastradas e instrumentalizadas en función de los
conflictos entre los sectores dominantes pues, en tal caso, quedarán encerradas
dentro de la lógica del poder hegemónico y serán acomodadas a sus
requerimientos. De las nefastas consecuencias de ello hay sobradas experiencias
en nuestra historia. Por eso, como señala Samir Amín: “De lo que se trata es de
no subordinar las luchas a los conflictos, sino obligar a los conflictos a
subordinarse a las luchas.” [Amin, 2001: 13]
Precisamente
por ello, construir un frente unitario de todo el pueblo como barrera
infranqueable por los poderosos, diseñar un programa común capaz de guiar las
luchas sociales populares evitando que éstas queden aprisionadas por los
conflictos del poder, resultan tareas de suma importancia en este tiempo
político continental. Es clave atender en todo momento a la relación entre
conflictos y luchas, no para explicar post
factum determinadas conductas erróneas, no como guía para reiteradas
autocríticas improductivas entre actores del campo popular, sino para que estos
desarrollen las capacidades de adelantarse en todo lo posible a los
acontecimientos, de modo que les sea factible gobernar las coyunturas y no ser
arrastrados por ellas.
Es tiempo de construir y transitar nuevos caminos. Por
ejemplo ‑en realidades sociales que cuentan con gobiernos populares
revolucionarios‑, haciendo de los instrumentos estatales-gubernamentales
herramientas de los cambios definidos con la participación popular y
comunitaria gestada desde abajo. Ciertamente esto configura nuevos espacios de
conflictividad sociopolítica.
Los conflictos surgen de las nuevas realidades y sus
problemas que demandan también nuevas interrelaciones entre actores diversos.
En el conflicto está presente lo nuevo y desconocido, lo no previsto, y también
las viejas prácticas y los viejos pensamientos y culturas, el viejo “saber
hacer” y, de conjunto, desatan interrelaciones que cuajan y se expresan en los conflictos.
En este sentido es importante reconocerlos como parte de los nuevos ámbitos de
construcción política. Es decir: los conflictos no constituyen un obstáculo o
una molestia en el proceso sociotransformador; en tanto emergen de las
dinámicas sociales del proceso de cambios, son una parte natural del mismo. En
los conflictos reside, específicamente ‑según se desarrollen políticamente‑, la
posibilidad de que los diversos actores sociales, reducidos históricamente por
el capital a una expresión demandante reivindicativa, vayan encontrándose,
reconociéndose integrantes de un sujeto político colectivo que, en tanto tal,
cuenta con capacidades para definir protagónicamente, en cada momento, los
rumbos su historia y traccionar hacia ellos los cambios.
Esto evidencia que la conformación del sujeto político está
en juego permanentemente; que es parte del desarrollo del proceso de lucha y
transformación, el cual se descubre ‑en ese sentido-, como un proceso interconstituyente de poder,
proyecto y sujetos. Esto indica que no existe un ser ni un deber ser definidos
a priori, que no hay sujetos, ni
caminos, ni tareas, ni rumbos y resultados preestablecidos, ni situaciones
irreversibles; todo está en constante disputa y debate.
Precisamente por ello los actuales procesos
democrático-revolucionarios que se desarrollan en el continente en disputa
frontal con la hegemonía del poder (neo)colonial-capitalista, reclaman el
creciente y renovado protagonismo de los movimientos indígenas, campesinos, de
mujeres, de trabajadores, barriales, de ecologistas, pensadores populares,
etcétera., junto al de los partidos de izquierda y progresistas, y a militantes
funcionarios políticos de los gobiernos populares.
No basta con que los nuevos gobernantes se aboquen a hacer
un “buen gobierno”, según cánones del viejo orden; el desafío es abrir cauces
para encaminar colectivamente el proceso político-social a cambiar de raíz las
instituciones, la sociedad, la economía, la cultura, el poder. Un paso hacia
ello pasa por articular la decisión y gestión gubernamental-estatal con la
participación ‑política‑ de los movimientos sociales y el pueblo todo.
A su vez, estos tienen ante sí la exigencia de asumir este
nuevo tiempo político que han gestado desde abajo con sus resistencias y luchas.
Esto demanda de los movimientos indígenas y sociales, alzarse sobre la carga
cultural histórica heredada y acuñada por el capital, erigirse en protagonistas
responsables de co-gobernar para el cambio. No basta con que los representados
reclamen a los representantes, no basta con protestar, no basta tampoco con
“tomar distancia” pretendiendo “seguir de cerca” las gestiones de gobierno,
pero sin compartir responsabilidades. El quemeimportismo
político es hijo de la ideología del falso descompromiso liberal, y en las
actuales condiciones es funcional a la supervivencia de su hegemonía. Es
central participar en la toma de decisiones y asumir la responsabilidad de
llevarlas adelante, formular propuestas para impulsar el proceso de cambios
haciendo realidad las consignas del pasado y las exigencias de las nuevas
realidades del presente, dando –todos, en todas las dimensiones y ámbitos del
quehacer político‑, los pasos necesarios para ampliar el protagonismo del
conjunto de actores sociales y políticos del campo popular y del pueblo todo.
Articular el sujeto
político-social del cambio
La construcción de la ofensiva política de los pueblos anida
–en síntesis‑, en la posibilidad de trascender la defensiva: la fragmentación
entre problemáticas y actores, la sectorialidad corporativa, la fractura entre
lo social y lo político, el inmediatismo, la subordinación de las luchas
sociales a los conflictos y apetencias de los poderosos, las anteojeras
político-culturales, la fractura entre partidos políticos de izquierda y
movimientos sociales.
El proceso de resistencia y lucha de los pueblos ha venido
formando y desarrollando conducciones colectivas de diverso carácter, formato y
alcance (por ejemplo, Bolivia, 2000, 2003: guerra del agua, guerra del gas…);
se han dado también importantes pasos de avance hacia la construcción de
espacios mayores de articulación político-social, aunque mayormente aún
alrededor de cuestiones puntuales (por ejemplo, Argentina, 2001: Frente
Nacional Contra la Pobreza). El problema no es, por tanto, la inexistencia histórica
de conducción política en términos absolutos. Si no se logró trascender la
coyuntura y articular una conducción colectiva estable, se debe a que los
actores participantes no dieron los pasos que la situación reclamaba para
lograrlo.
Se podrá alegar, tal vez, que los obstáculos fueron
superiores a las voluntades en juego, pero lo que la historia muestra a las
claras, es que han ocurrido incluso levantamientos o insurrecciones populares,
pero si estos tiene lugar cuando solo existen conducciones sectoriales, fragmentadas,
desarticuladas, no puede lograrse sobre la marcha una conducción del movimiento
social y político nacional. Prácticas sectarias de partidos políticos de
izquierda y lo sectorial reivindicativo de los movimientos sociales sostenidas
fragmentadamente, difícilmente se traduzcan en conducciones colectivas en
momentos de crisis social y política. Y así, a la deriva, el proceso social se
reencauza, poco a poco, por los canales tradicionales que ofrece la hegemonía
del poder. Argentina 2001-2003, es el más nítido ejemplo de ello.
Reflexionando acerca de esto, decía entonces: Fragmentadas
en su capacidad de pensamiento y acción, las distintas conducciones sectoriales,
reivindicativas o políticas, participaron como uno más, reclamándose después, a
sí mismas y a los demás, por no haber podido “llegar a tiempo” a la
conformación de espacios colectivos, integradores, articuladores de la
pluralidad de actores, pensamientos, propuestas y organizaciones o población
autoconvocada. [Rauber, 2002] Lo que no llega a estar claramente comprendido, expresado
y afianzado en las prácticas cotidianas, no se logrará de golpe.[2]
Hay que aprender –todos‑ a pensar y actuar colectivamente, a
construir las confianzas y la complementariedad en vez de la competencia y
rivalidad entre las organizaciones…
El pueblo en las calles forjó, históricamente, las
condiciones para conformar una conducción político‑social amplia y unitaria,
basada en la horizontalidad y participación plural intercultural, en lo que
hace a puntos de vista, a propuestas, y a los propios actores-sujetos. Es tan
rica y amplia la experiencia de resistencia, lucha y creatividad de los
pueblos, que apelar crítica y autocríticamente a su historia puede abrir las
puertas a un caudal inmenso de posibilidades.
Es hora de cambiar la actitud y entender que no se puede
avanzar sobre la base de la condena a las propias limitaciones –las de uno
mismo y las del campo popular en su conjunto‑, sino asumiendo tanto los
aciertos como las debilidades, buscando caminos y formas para superarlas y
seguir adelante.
El momento requiere madurez, honestidad, humildad, respeto
mutuo, y voluntad de seguir adelante. Poco vale que solo unos tengan mayor
claridad en el rumbo a seguir si todos “los demás” resultan “incapaces” de
visualizarlo. Pretender erigirse por encima de todos esperando que el conjunto del
campo popular se subordine a un solo criterio político y de conducción es,
cuando menos, una buena forma de perder el tiempo.
Es hora de
abandonar el capitalismo que anida en el interior de cada uno/a: la soberbia,
la competencia, el sectarismo y el truchaje ideológico y político. Las
prácticas divisionistas –siempre funcionales al sistema‑, resultan hoy muy
útiles a los sectores del poder (local y transnacional). Colocados coyunturalmente
fuera del poder político en varios países del continente, buscan tiempo y
oxígeno político para recomponerse y fortalecerse; lo hacen en todas las
dimensiones de la vida social, y particularmente, alentando la confusión en el
campo popular.
Es hora de quitarse las anteojeras que aprisionan nuestras
miradas; es hora de espíritu amplio, unitario y solidario, de crear y construir
articulando lo existente con lo nuevo que emerge, en organización,
participación y propuestas…
Esto subraya
–una vez más‑, la importancia de articular la diversidad fragmentada, de tender
puentes –organizativos y propositivos‑ que contribuyan a articular las
problemáticas sectoriales y a los actores sociales y políticos del campo
popular, en aras de avanzar hacia una convergencia estratégica, personificada
en la constitución del sujeto popular colectivo, articulada con la conformación
de su instrumento político electoral-gubernamental. Es la fuerza
político-social de liberación desdoblada en su quehacer coyuntural y
estratégico, articulado en los quehaceres parlamentario y extraparlamentario.
Horizontalidad
Un factor crucial para la unidad es abandonar el obsoleto
esquema piramidal‑jerárquico subordinante que no logra organizar
fructíferamente la interrelación política entre movimientos sociales del campo
popular, ni entre partidos de izquierda, ni entre partidos y movimientos. En
este empeño, la horizontalidad resulta
clave. Se trata de un principio de igualdad entre actores-sujetos, fundamental
para construir una interrelación dialogal entre pares. Este principio ha sido
subestimado y desestimado, particularmente por
los partidos de izquierda, que redujeron el planteamiento de horizontalidad a
una cuestión morfológica para, sobre esa base, desecharlo, calificándolo como:
basista, espontaneísta, anarquista, etc.; todo, menos pensar en modificar las
propias arcaicas estructuras y criterios de organización y funcionamiento
partidario acorde con la diversidad de sujetos político-sociales que existen en
el continente, con sus identidades, aspiraciones y subjetividades. Esto
demuestra que no está claro lo fundamental: La horizontalidad no es el
problema, sino la fragmentación, la sectorialización de las luchas y sus
actores, y la transición defensiva de estos hacia grupos reivindicativos-corporativos.
No se supera la fragmentación con la subordinación de unos
actores a otros; esto solo reproduce las cadenas alienantes del capital; la
clave política está en la articulación horizontal para la construcción de la
conducción político-social colectiva, sujeto político (en permanente dinamización
y reconstrucción) del proceso sociotransformador emancipatorio hacia una nueva
civilización. Por ello, a la vez, lo horizontal
supone lo intercultural: reconoce a todos y cada uno de los actores como potenciales
sujetos plenos, con capacidades iguales, aunque fragmentados en sus modos de
existencia, en sus identidades, subjetividades… realidad que no habla de
gradaciones entre actores-sujetos, sino de lo impostergable de su articulación basada
en relaciones de equidad horizontal entre todos y viceversa.
La inaplazable
descolonización política
Colonizados por los conquistadores, colonizados en el
pensamiento, el modo de vida, el modo de interrelacionamiento humano,
colonizado en el ser y el no ser, colonizados en tanto el ser hombres y el ser
mujeres y sus interrelaciones sociales y personales; colonizados además todos y
todo, por el capital y su modo mercantil de existencia y exigencias,
mercantilizada la vida humana, la razón, y la política, la cultura, la
educación, las ciencias tanto como la economía… ¿cómo embanderar la lucha y
construcción de lo nuevo sin que ello suponga, simultáneamente, impulsar un
raizal e interno y externo proceso de descolonización cultural, política, de
saberes y poderes en partidos y movimientos? En este sentido, descolonizar
implica, de base, abandonar la pretensión de cambiar la sociedad desde arriba, así
como las viejas y fallidas prácticas de buscar acuerdos entre cúpulas.
En sentido estricto, en política, descolonizar significa construir
capacidades populares de empoderamiento… para que todos estén en condiciones de
hacerse cargo de su historia y de sus responsabilidades, en tanto movimientos
indígenas, sociales y en tanto partidos de izquierda, todos actores constituyentes
del sujeto socio-político colectivo articulado.
Esto
señala también uno de los grandes desafíos políticos actuales, tanto para los
movimientos indígenas y sociales como para los partidos de izquierda y ‑en
particular‑ su Foro de Sao Pablo: poner fin a la fragmentación y paralelismo
existente en la relación entre partidos de izquierda y movimientos sociales.
La inexistencia de una conducción político‑social,
colectiva, unificada ‑debilidad histórica de las luchas populares‑, es uno de
los principales déficit (y necesidades) actuales del campo popular.
La
foto que retrata dos actos importantes ocurridos recientemente en el continente
lo muestra claramente: en Cochabamba los Movimientos Sociales, en Sao Paulo los
Partidos de Izquierda. Podría alegarse que ello responde a una casualidad, dado
que la Cumbre realizada
en Cochabamba no estaba en agenda; pero vale tener presente que la causalidad
emerge de una tendencia histórica sostenida.
Un
nuevo tipo de conducción política es necesaria y posible
Hay muchos obstáculos para la articulación, ciertamente,
pero también hay numerosos ejemplos de luchas comunes y solidarias en la
historia, que han dejado una valiosa experiencia. Esta es parte del caudal de
sabiduría popular acumulada que apunta la posibilidad de constitución de una
voluntad política común. Por ello puede afirmarse que: En estas tierras, con
históricas luchas sostenidas por movimientos indígenas y demás movimientos
sociales, por partidos de izquierda, es factible avanzar hacia la construcción
de una conducción político-social, en cada país y en el continente.
En esta perspectiva resulta de interés convocar a un foro
permanente político-social continental y en cada país que articule partidos de
izquierda y movimientos sociales. En tal sentido, destaca la horizontalidad: articulaciones
en pie de igualdad entre todos los actores-sujetos del campo popular, reconociéndose
todos y cada uno de ellos constructores del sujeto sociopolítico colectivo, co-responsables
de enfrentar la amenaza del hundimiento, haciendo realidad la promesa de unidad para la vida por la que claman
los pueblos del Abya Yala, nuestra América.
Bibliografía citada
Amín, Samir (2001), “Los desafíos para el Tercer Mundo”,
Revista Pasado y Presente XXI, No. 3,
Separata.
Mészáros, István (2001). The alternative to capital's
social order, K P Bagchi & Company, Calcuta.
Rauber, Isabel (2002). “Argentina, hora de unidad y de
patria.” En: ¿Qué son las asambleas
populares?, Continente –Peña Lillo, Buenos Aires
[1] Una conceptualización de
estos puede encontrase en mis libros: Movimientos
sociales y representación política. Articulaciones; en:
www.pasadoypresente21.org.ar. Y en: Revoluciones
desde abajo o Dos pasos adelante uno
atrás.
[2]. Falta una filosofía de las luchas populares que
contribuya a coagular un criterio aglutinador y articulador de las mismas
acorde con las energías populares.
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