Una mañana como tantas, salí de mi casa con mil cosas en la cabeza.
Mirando el reloj una vez, me doy cuenta que si no tomo un taxi no llego. Con suerte, diviso un monstruillo negro y amarillo a pocos metros, le hago señas para que se detenga y ni bien frena, subo. Apenas alcanzo a indicarle la dirección, comienza a sonar el celular.
Como en alerta y al acecho basado en la intuición pura tomo la llamada: ¿Siiiiiii?... Desde el otro lado recibo un breve buenos días y seguidamente una larga explicación burocrática que pretendía que yo comprendiera que ellos (los del otro lado) no me pagarían en término algo que me adeudaban…
La difícil situación en la que la noticia me ponía evidentemente se traducía en mi rostro y en mi vocabulario apenas controlado. Estaba molesta puesto que, además del problema en sí, no era el taxi el mejor lugar para dirimir –por teléfono- cuestiones de derecho laboral. Eran dos incomodidades: no cobrar y no poder decir –por consideración con el taxista lo que se merecían los del otro lado, pero la cosa se presentó allí y tenía que hacerle frente en ese momento.
Luego de mucho dialogar con mis interlocutores, aunque no estaba convencida, llegamos al “acuerdo” de retomar el tema la semana siguiente. Aturdida y disgustada me di cuenta que llegaba a mi destino, y terminando abruptamente la conversación, interrogué al taxista: ¿Cuánto es? Pagué y salí corriendo en dirección al lugar del encuentro pactado.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, ya del otro lado de la calle, escucho una insistente bocina, un taxi a mi lado y al taxista llamándome a través de la ventana, gesticulando para hacerse entender. Me doy cuenta que era el mismo que me había traído hasta ahí y le pongo un poco de atención. El hombre quería… ¡entregarme el monedero!
Se lo olvidó en el asiento, me dijo cuando me lo dio.
Me quedé helada, apenas le di las gracias y me quedé parada sin saber qué hacer, a dónde ir. No podía creer lo que me había sucedido: si así empezaba el día…
Pero lo más impactante en mi fue el gesto del taxista, su honradez, su amabilidad y su atención y las paradojas de la vida diaria que afloraban así, una mañana cualquiera: los que me conocían y con quienes compartí mucha cosas y momentos me dejaban fríamente al descubierto, mientras aquel hombre, desconocido y evidentemente conmovido por mi estado de ánimo, se lanzó a alcanzarme para devolverme el monedero.
Atónita por los tres hechos, por el desparpajo de la llamada, por haber dejado mecánicamente el monedero en el asiento del taxi, y por la insólita devolución del taxista, no atiné a tomar los datos de tan hermoso ser humano, uno de tantos que día a día hacen hermosa nuestra ciudad y nuestra vida. Por eso, si lo encuentran, no lo dejen escapar, ¡atajen al taxista!, que quiero saludarlo como corresponde.
2 comentarios:
Es verdad... uno va por la vida encapsulado en la vorágine de sus problemas o en la ira constante de la ciudad, pero en ese perciso instante, simples hechos nobles, de personas ajenas a nustras vidas, nos dan un sacudón que nos hacen ver que todavia existen esas bellas personas que con simples cualidades pueden llegar a alegrerte, un poco, ese día!!! JA. Me gusto!!! Mercedes Ruiz
Conozco mucha gente buena, esa que deja buenos sentimientos, buenos consejos, buenas miradas. Me parece que son mayoría, pasa que lo malo trasciende más rápido...los medios no estarán metidos en esto también? seguro, porque la noticia no es redituable si todo va mejor y podemos sentirnos animados y felices al creer en cambios, revoluciones, actitudes distintas, criticas hacia lo actuado y reflexiones hacia el futuro que deseamos.
¡Que lindo encontrar gente así! sobre todo al comenzar el día!!!
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